Relato de su infancia por Eulogio González Hernando
Nací en 1947, y viví en el barrio madrileño de Tetuán, en unas casas llamadas de la inundación. Mis recuerdos de aquellos años: mi vecindad con unos gitanos, un vecino que vendía unas manzanas forradas de caramelo que el mismo preparaba y una visita de los reyes magos a casa.
Mi vida cambio al enfermar mi madre de tuberculosis y ser internada en San Rafael. Mi padre enfermo de asma y de Addison le imposibilitaba para cuidarnos, por lo que yo y mis hermanos fuimos internados en el auxilio social. Yo en Puerto Llano. Recuerdos pocos: la de unos gitanos echándonos comida y caramelos a través de las vallas, que las cuidadoras procuraban quitárnoslas, el escudo de la ayuda americana y muy buen trato por parte de las cuidadoras.
Cumplidos 7 años, ya mayor, pasé a Paracuellos del Jarama. Mis recuerdos: disciplina brutal, no aprendí nada, aunque si desfilar, rendir culto a la bandera, cantar el prieta, las filas etc. Una cucharada de aceite de hígado de bacalao dada a todos con la misma. Y sobre todo el espectáculo de ver a los chicos que se orinaban hacerles pasar por encima de una lata de gasolina ardiendo como castigo. De allí a un hospital de Madrid, San Juan de dios. Años después fui de visita al colegio y estaba en manos de monjas. Me indicaron que se encontraron el colegio lleno de suciedad, que se llevaron a la mayor parte de los alumnos a centros suyos a recuperarse y a otros a hospitales.
El de San Juan de Dios fue un periodo alegre, quitando el tratamiento que empezó con altas dosis de rayos x en la cabeza para que el pelo se cayese solo, y a continuación cera caliente en la cabeza, cuando estaba a fría arrancarla. Y de remate yodo. Aparte de eso, muy cariñosas las hermanas de la caridad, quitando la manía de ir a todos los velatorios de niños que morían en el hospital.
Estando allí murió mi padre, y cuando me dieron de alta fui directo a Ávila, al colegio de huérfanos de ferroviarios, en manos del más selecto grupo de monjas incapaces de tratar con niños. Eso sí eran menos crueles que los falangistas. A los que se meaban en la cama, en el desayuno se les ponía las sabanas en la cabeza y les hacían desfilar ante todos en el comedor para que les llamáramos meones. Por cierto eran unas artistas en el arte de pellizcar. Me castigaron sin vacaciones y sin poder hacer el bachiller. Y de allí a Madrid.
No me fue tan mal allí. Estábamos mezclados niños de 10 a 14 años. Quitando una violación de un mayor, hermano de un amigo mío, las bofetadas y palizas de un coadjutor llamado el Furia, pues normal, hasta que harto de la tortas de semejante individuo me enfrente a él, y como consecuencia, al día siguiente salí para León con 11 años.
Fuimos excelentemente recibidos, en una tarima se nos presentó en el comedor como hijos del arroyo, que no merecíamos el pan que comíamos, y cuidado con hacer amistad con nosotros, éramos gentuza.
Llegué a mi clase y un tal don Ricardo quiso lucir mi ignorancia delante de la clase. Como no pudo, me pego una bofetada que me tiro al suelo. Ya en el dormitorio, me miró cuando me estaba quitando las botas y me dijo ‘te duele’, le respondí dándole con ella en la cara.
Castigado un año, sin cine, sin paseo y sin recreo. Cuando los otros se iban a jugar, yo me quedaba frente al despacho del consejero de estudios. Y así más o menos, con insultos, palizas, bofetadas y castigos incluido vacaciones, pasé hasta el año 1965 a punto de cumplir los 18 años. Eso sí, misa y rosario diario, sábado manifiesto y domingo dos misas. Hasta los mismos de oírles lo del amor al prójimo. Con lo que si me quede fue con lo de ‘por sus obras le conoceréis’. Y bien que los conocí. Muchas veces pienso cómo pudo reunirse tal panda de canallas al cargo de un colegio. Creo que si hubiese habido uno solo decente, se habría ido vomitando.
Me reúno todos los años con mis compañeros del 1965 y una de sus bromas es que hay un rincón en el patio que lleva mi nombre.
Aun así, considero que mi vida fue un privilegio comparada con la de muchos niños de mi edad.
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