Inicio con ésta, una serie de reflexiones sobre la memoria histórica, a petición de Convocatoria Cívica. Y pienso que quizá un buen comienzo sea hablar de su ausencia: el olvido.
Según el diccionario (RAE): Memoria es: “la facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado”. Y olvido: “cesación de la memoria que se tenía”. Pero ya que estamos, veamos que significa cesación: “Interrupción o acabamiento”, poniendo como ejemplo: “la lluvia no cesó hasta la noche”. ¡Ah! Pero volverá a llover, o a nevar, o a granizar, el agua puede volver, y lo hará. Y la “memoria olvidada” puede también aflorar de nuevo en nuestro imaginario.
Aquí empieza a rechinar el razonamiento. Se habla mucho (y no con cese de interés) de la necesidad del derecho al olvido. Dice Francesc-Marc Alvaro: “existe un deber de la memoria, pero a nadie se le ha ocurrido argumentar un deber del olvido, acaso tan necesario como el primero”[1]. Más allá de la arrogancia de atribuirse un descubrimiento cercano a la sopa de ajo, este autor confunde olvido con silencio. Tanto a nivel individual como colectivo, cuando una memoria molesta se calla, con la intención de que se pierda. Pero silenciar no implica necesariamente olvidar, y menos para siempre. Hallamos esta contradicción incluso en sesudos intelectuales, como Jorge Semprún cuando en su excelente libro La escritura o la vida dice: “Despertando de este sueño que era la vida, por una vez me sentía culpable de haber deliberadamente olvidado la muerte (refiriéndose a su experiencia en Buchenvald). De haber querido olvidarla y de haberlo conseguido”[2]. Curioso, al menos, que afirme que ha olvidado algo sobre lo que está escribiendo, largo y tendido y en profundidad.
Se habla mucho del olvido en las redes sociales. Y de nuevo se trata del silencio, el borrado de datos sin rastro para recuperarlos. Pero la huella (la memoria) que han dejado en las personas que los han recibido, no puede ser formateada. Una mente, individual o colectiva, no es un disco duro, ni tan solo una nube (aunque muchos estén en ellas). Si mi prima Pepi ha sufrido un acoso en las redes a costa de su ligereza de cascos, se podrán borrar todos los mensajes, se podrán cerrar cuentas, pero no se podrá evitar la sonrisa cáustica de la vecina, o el comentario obsceno, apenas susurrado, de los compañeros de trabajo.
Y hay algo peor: si se toma el olvido por el silenciado de unos sentimientos que yacen en algún rincón del alma, se abre el camino a la aparición de otro ruido, dirigido y manipulado, sobre el mismo tema, que puede llegar a reemplazarlos. Si oteamos el panorama de la memoria de nuestra Guerra Civil (de primerísima importancia, pero no la única como veremos), constataremos que hubo una labor implacable de sustitución. El silencio autoimpuesto por nuestros padres, el miedo entreverando sus entretelas, se vio reemplazado por una educación partidista, torticera y manipulada, cuyos frutos (por llamarlos de alguna forma), siguen hoy plenamente vigentes. Se borró la crueldad y quedaron el miedo y el recelo a planteamientos rupturistas. Dice Paloma Aguilar, respecto a nuestra posguerra (ésta que aun sigue yacente en algunos posicionamientos políticos): “Era frecuente que los adultos del bando derrotado ocultaran información a los más jóvenes, pretendiendo con ello evitarles problemas, al tiempo que las versiones que sobre la Historia de España se les ofrecían en las escuelas estaban plagadas de mitología nacionalcatólica”[3]. De aquellos polvos (es un decir), vienen algunos de los lodos en los que aún chapoteamos.
El silenciado, el aparcar el recuerdo lejos del alcance de la sociedad, incluso el menosprecio oficial de la memoria, causan el olvido temporal, su sustitución por un relato amañado, pero también (lo veremos, dada su gravedad) el desencanto, la desmovilización, el tropiezo por segunda vez en la misma piedra, el pedrusco de la arrogancia y la prepotencia del poderoso, aquél que cuando ve un ciudadano caído sólo se le ocurre decir: ¡que se joda! Exabrupto recibido por el afectado como fruto del cauce natural de la historia.
Huella, substitución, serán objeto de análisis posteriores. Sí, pero considero que antes de adentrarnos en la memoria, debemos dejar claro de qué hablamos, tanto de su presencia como de su ausencia. Porque como dice el bolero: “dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón. Porqué yo seguiré siendo cautivo, de los caprichos de tu corazón”. Sí, el corazón de la verdad, de la justicia, sobre la que Max Aub habló a propósito de la filmación de Sierra de Teruel: “Tal vez se halle en estas viejas y humildes imágenes el recuerdo de la figura que mi generación buscó desesperadamente; el puerto de la libertad por el camino siempre áspero de la justicia. Nos quedamos en el camino, pero éste es el camino”. “Es”, no era o ha sido sino es, y seguirá siendo el camino por el que podremos avanzar si no perdemos la memoria de la generación que lo trazó. Al fin y al cabo, el propio Semprún, en el libro citado, nos anuncia (quizá contradiciéndose) en su página 191:”El recuerdo no aflora de modo natural, irreflexivo, por supuesto que no. Tengo que ir a buscarlo, a desemboscarlo, mediante un esfuerzo sistemático. El recuerdo existe, en alguna parte, más allá del olvido aparente. Me basta con aplicarme a ello, con abstraerme del ambiente o el entorno, con dirigir sobre esos días lejanos el rayo de una visión interior, paciente y concentrada”.
¿Esfuerzo sistemático?, ¡pues manos a la obra! Gracias Baltasar y Ángel por invitarme a este viaje.
[1] ALVARO, Francesc-Marc. Entre la memoria y el olvido. RBA. Barcelona, 2012. Pág. 15
[2] SEMPRUN, Jorge. La escritura o la vida. Tusquets. Barcelona, 4ª edición, 2007. Pág. 201
[3] AGUILAR FERNANDEZ, Paloma. Políticas de la memoria y memoria de la política. Alianza Editorial. Madrid, 2008. Pág. 182
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